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Animales

No recordaba sus manos, su pelo, ni el tiempo que hacía que intentaba no pensar en él. Había olvidado su boca, su sonrisa traviesa cuando cree que gana o cuando cree que pierdo.

Después de tanto o de tan poco, estábamos allí otra vez, en aquella extraña estación entre Realidad y Recuerdo, comprando un ticket a la nostalgia.

Ya no hay sol, ya no hay tiempo, ni escapatoria. Solo olor a pizza y regusto a cerveza negra, charlas fluidas y  bocas tensas haciendo bromas, llenas de reproches y de ganas de besarle.

Una normalidad extraña para dos personas que saben donde vive la única relación que saben tener; el ring en el que nunca peleamos, pero en el que nos gusta sentarnos para mirarnos desde la otra esquina. La distancia de seguridad entre la piel y los dientes. Antaño, siempre preparados para defender, nunca para atacar.

Le diría que no sé por qué le llamé a él de entre todas las personas que conozco en Barcelona, pero ambos sabríamos que miento. Ni siquiera sé si me miento a mi misma cuando me recrimino haber perdido el vuelo de conexión a París.

Algo había cambiado. Hacía 6 años que no le miraba a los ojos, el ring era más pequeño. Es difícil guardar la distancia de seguridad a esta velocidad y sentados en un sofá de dos plazas con vistas a Portal de l’Àngel, mientras recordaba todas las veces que habíamos caminado desde allí hasta el Born, todas las veces que había paseado con él, deseando ambos cogernos de la mano.

– Quítate los zapatos.
– Recuerdo de la última vez que me puse los zapatos en esta casa.
– A mí se me ha olvidado esta mañana.

Siempre pasa algo importante después de quitarte los zapatos o de ponértelos en una casa que no es la tuya.

El televisor ignorado, el olor de su piel. El tiempo haciéndose eterno entre su mano y la mía, engañándonos con trabalenguas impronunciables. Miradas que hablaban de labios y pintaban cuadros de gente huyendo. 

Nos mirábamos como se miran las personas que se tienen una deuda. Nos movíamos por impulsos, preguntábamos con miradas, respondíamos con la piel.

Estábamos lo suficiente cerca para bailar, para orbitar. Lo suficiente cerca para un choque frontal entre todas cosas que pensamos a velocidad de la oscuridad en la que se quedó la habitación. Ambos cada vez más cerca. Y yo cada vez más lejos del ser humano que soy, más quemada la resistencia que soy capaz de ofrecer. Cada vez la electricidad era mayor, la fuerza, la atracción.

Sus ojos verdes atados a los míos se volvieron bosques, prados… olas que te acarician o te atropellan. Un lazo firme y cálido que no aflojaba. Éramos dos bestias intentando huir, dos animales intentando no salir heridos. Hacía años que no le veía así, tan de cerca.

La ternura de verle frágil, expuesto. Intentando parecer tranquilo mientras su piel palpitaba, mientras mis manos acariciaban su yugular acelerada imposible de controlar. Le miraba sorprendida de lo mucho que lo conozco; con sus ojos cada vez más oscuros, su mirada más afilada, perversa.

– Yo solo gano cuando consigo que te dejes ganar.
– Y solamente gano cuando te dejo pensar que me he rendido.

«Dos animales al filo de las ganas; odiándose. Dos segundos, dos minutos… tic tac y dos trenes que llegan tarde a un choque frontal. Las lagunas, los espacios en blanco, los suspiros… El minutero conteniendo el aliento, el tiempo dormido, la ciudad abierta»

Había pasado de escapar de sus miradas a estar sentada en sus rodillas. Sentía la tela, gruesa y dura de su pantalón corto en mis muslos. 

Sus ojos me hablaban y yo no sabía si decían te quiero tener o te quiero querer. No sabía qué quería escuchar, un «te amo» llegaba 9 años tarde.

Mis manos descoordinadas acariciaba su pelo, su barbilla, sus labios. Bailaban lentas. En su cuello se clavaban mis uñas mientras él se mordía el labio y buscaba a tientas donde agarrarse. Mis manos volvían a escalar por su nuca hasta aquel trigal de corto pelo rubio.

El mundo entero se paró, íbamos a una eternidad por caricia. Sus manos estaban apretando un puñado de tela de mi vestido, lo había subido ligeramente, sus puños tensos y cerrados en mi cadera, apretándola como si yo pretendiera escaparme.

Aún recuerdo cuando la eternidad cambió de postura mientras él me miraba. Sus manos se enlazaron en mi pelo se volvieron rígidas, firmes. Se contuvo por un momento, me miró casi suplicante; quizás un «no te vayas» quizás un «no te arrepientas» o tal vez un «vete ahora que puedes, párame tú» pero le duró un segundo antes de que pudiera descifrarlo, le duró un segundo antes de morder mi barbilla. Otra línea cruzada. Por primera vez en años su boca rozaba mi cuerpo más allá de los protocolos sociales.

Me abrazó contra él para levantarme el vestido atrapado entre nosotros. Coló sus manos en mi piel y volvió a mi cintura, con sus enormes y firmes manos para agarrarse con fuerza, esta vez a mi carne. No sé cuanto duraron los besos, ni donde acabó el vestido o su camiseta.

Trepó su mano por mi espalda, hizo de mi pelo una coleta con su mano. Yo descifraba en sus ojos la cuenta atrás, descifraba las frases entrecortadas un «yo no pararía aunque pudiera» tiró de mi pelo hacia atrás delicado, hasta que le perdí de vista.

La cuenta atrás llegó a cero, yo sabía que ese era el momento de parar, la última oportunidad de salir corriendo sin zapatos. Sabía que iba a quemarme. Era como ir en un avión que sabes que va a estrellarse, que cae en picado… ¿De qué serviría abrocharme el cinturón aunque estuviera tiempo?

Me sostuvo así, en aquella pregunta infinita, esperó eternos segundos con su mano en mi pelo alagándome suavemente, como un acordeón.

Consiguió castigarme todo tiempo que fue capaz de contenerse. Me dio todo el tiempo que pudo para irme, para arrepentirme.

Sentía como me miraba desde abajo. La vista de mi barbilla, mi cuello y mi pecho. Sentía como me recorría con las yemas de sus dedos, tan lento como un lunes laborable.

Después de una eternidad, tiró del sujetador hacia abajo y el camino se hizo más largo, desde mi barbilla a mi ombligo. Yo sabía que él disfrutaba de tenerme así. Expuesta, frágil y abierta en canal.

– Shh, no te muevas – tenía tantas ganas de volver a oírle, de escucharle decir algo, lo que fuera, que el susurro se hizo eco. Él soltó mi pelo confiando que mantendría la obediencia. Volvió a morder mi barbilla.

Ya no me llamaba, no existía mi nombre, ni mi raza, ni mi ser. Yo no me llamaba, pero me llamaba él. Me llamaba paseando sus dedos por mi piel mientras susurraba nombres que solo nosotros conocíamos.

Sus dedos en mi boca, dibujando mi sonrisa. Su pulgar entre mis dientes, entre mis labios, mientras me agarraba la cara, mientras me clavaba las uñas y me atraía hacia sí. A veces sus manos, a veces su boca, le sentía resbalar por mi cuerpo, mientras yo solamente veía el techo, obediente, ciega y muda, pero con el oído agudizado y la piel estremecida.

La luz del televisor era la única en toda la habitación, dibujaba colores al azar, brillos, las voces no decían nada audible, el volumen estaba bajo. Los ruidos de la ciudad eran un segundo plano. Los sonidos de ambos; de sus labios en mi piel, de sus manos desnudas vareando mi cuerpo, la orquesta de golpes consensuados, respiraciones aceleradas, gemidos que lo inundaban todo.

Bajé la mirada, porque él sabe que no puede ganar eternamente… no a mí. Y entonces se terminó la obediencia y empezó el baile.


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