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Presente en el pasado

Era cálido y fresco como un día de verano, una tarde en playa o caminar descalza por la arena. Me acariciaba con dos dedos, con sus yemas resbalando por mi piel como olas derramadas por la orilla un día de marea lenta, tan lenta como un vals. Como si se mojara en mi orilla.

Su respiración en mi nuca. Su cuerpo tan lejos del mío como un acantilado del viento. Sus piernas enlazadas en las mías. Mientras no veíamos, no escuchábamos, pero en asientos de primera fila con vistas al hombre del tiempo anunciando tormenta.


Corrían los segundos tan lentos como su boca por mi cuello. Tan aprisa las gotas contra el cristal como sus uñas por mi espalda. Corría él la suerte de que le parara en seco y cargaba también con las dudas; de que yo no quisiera estar allí, de que yo no lo viera como un hombre.

Él había dejado de mirar el precipicio y se había lanzado, estaba cargando con esas consecuencias también. Quería ponerse frente a mi lo antes posible, asegurarse de que yo entendía que no era un juego, que se había lanzado al vacío a riesgo de estrellarse, que cargaba con todo aquello desde hace tiempo. Que no tenía nada que perder.

Aquello me había pasado más veces, pero no había aprendido a que no me doliera: la sensación de que otra persona se apuesta aquello que le das, sea lo que sea, a todo o nada. Como si me amistad no fuera suficiente y perderla fuera insignificante. Pero no me molestó en aquel momento, en aquel momento podía sentir, besar, respirar, pero pensar estaba tan anulado como un concierto en plena pandemia.

Yo no pensaba en nada, estaba completamente centrada en las sensaciones que me producía cada movimiento. Estaba tan pendiente de no perder un solo acto de que aquella obra tan perfecta que me dejaba llevar en ella sin sobreactuarla.

Presentes todos los sentidos primarios que movían mi cuerpo. El sonido de su respiración, la humedad cálida de su exhalación en mi piel, el tacto de su boca y sus distintas presiones, como un lápiz dibujando contornos. Sentía el sonido de su lengua al chasquear, sus labios al besar, al separarse de mi piel.

Y poco después, le veía a él sobre mí, frente a mí. Sintiéndose seguro ahora que podía mirarme a los ojos clavados en los suyos y haciéndonos de espejo, sin parpadear. Sentía su corazón contra mi pecho ¿o era el mío contra el suyo? Podía escuchar latidos tan acelerados que parecían caballos a galope.

Recuerdo cada acto, cada sensación, sentir como se erizaba el cuerpo entero, como escalofríos y cosquillas me recorrían a su paso y los besos resbalaron por lo descubierto de mi pecho, sus uñas aferradas a mi cadera, sus dedos enlazados en mi muñeca. Estaba seguro, se estaba haciendo fuerte, se estaba haciendo el duro. Y entonces por fin reaccioné y me incorporé con tal brusquedad que pude ver miedo a perder en sus ojos. A perder o a perderme.

Necesitaba un permiso que no tenía, algo que preguntaba sin hablar, sin acercarse. Dos animales mirándose de cerca sin pestañear esperando a atacar o a defenderse y cuando me senté sobre él una sonrisa pícara, casi maligna, apareció en su cara.

El primer beso nos lo habíamos dado días antes de manera totalmente espontánea. Estábamos tomando café, cuando de repente nos quedamos en silencio mirándonos sin decir nada, clavados el uno en el otro, olvidando totalmente la conversación que nos entretenía segundos antes. Un beso con la mirada y ya casi desnudos, casi follándonos, cuando apareció el camarero y de pronto volvió la conversación sobre alguna cosa absurda.

Esta vez nada iba a salvarnos, no había camarero, ni palabras. Sus uñas obsesivas seguían apretando, rasgando, cortando mi armadura. Mis manos tocaban su cuello, sus labios. Sus labios rozaban los míos suavemente, asegurándose de que no quemaba, de que no dolía o de que era real. Su pelo corto y oscuro se enlazó en mis manos, acerqué mi lengua cual serpiente, dejando claro el inminente peligro para ambos, las frutas prohibidas, las líneas cruzadas.

Y así fue como al calor de sus manos se sumaba el de sus labios; que tenían sabor y aroma a vino y chocolate. Su olor, su respiración… era todo placentero y estremecedor. Pero también era muerte anunciada de todo lo que éramos y preludio a una noche larga.

A veces se pierde ganando y ganando esa noche se perdió todo lo demás: la amistad, la confianza y la percepción del tiempo, que acabada la noche se quedó en sueños, hasta nunca más.

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