Nos pasamos la vida corriendo de un lado al otro, llenando poco los pulmones, pagando multas de parquímetro, quemando energías en dar vueltas a cosas sin sentido; besos que no fueron, manos que no cogimos, «quédate» que no dijimos. Demasiado tiempo mirando sin ver, comiendo manzanas que no sabe a nada, escuchando sin oír. Hemos aprendido a ser insensibles, a vivir en automático. Humanos deshumanizados. Soldados asociales de ciudad.
Estar vivo implica movimiento, la quietud no existe ni siquiera para las cosas muertas e inertes. A un árbol muerto lo moverá la tierra, la arena de la playa la moverá en viento y ese cacharro enorme que se para a las 3 en la M30 lo moveré yo cuando atasco se disipe, como las dudas el segundo justo antes de dormir.
– Controla más los movimientos – sus palabras resonaron aún siendo susurro.
Había tenido un pequeño espasmo, tenía la necesidad de moverme… No podía estar quieta. Respiraba despacio, estaba viva y además de saberlo, podía sentirlo. Desnuda, tumbada sobre su cama. Notaba como se me elevaba el pecho ligeramente, se llenaba de aire antes de soltarlo y quedarme vacía unos segundos.
– Respira más despacio, suelta el aire y cuenta hasta 3 antes de tomar aire otra vez.
Sentía la presión de mi cuerpo contra el colchón. La sábana rozando mi espalda. El frío en la barriga y los muslos, el aire. Notaba su respiración cálida cerca de mi pecho sin llegar a tocarme, la presión de su cuerpo sobre el colchón justo a mi lado.
Incluso con los ojos cerrados somos capaces de percibir luz, sombras, movimiento. Yo, aún con los ojos abiertos, no podía ver nada. No al principio. Nada es absoluto, ni siquiera la oscuridad. Pronto mis ojos se volvieron más felinos y donde solo había negro ahora podía ver sombras. Él era un cuerpo sólido, era movimiento en en la negrura.
– Aún no – susurré cuando su dedo rozó mi pezón – aún no – repetí despacio.
Sentía un cojín apoyado en el costado, notaba su bordado grueso, juraría que era el azul, aquel que tenía un loro hecho a punto de cruz. Podía sentir los dedos de mis pies rozarse entre sí, mi pelo rozando mi cuello, su dedo bailando despacio sobre la única prenda de ropa que aún lleva puesta.
Estaba permitido, las normas decían que para tocar tela no debía esperar. En realidad no debía esperar si no lo deseaba, era su propia bondad el permitirme mandar sobre mi piel, aunque él no siempre lo respetaba; escribía normas solo para mí y yo las acataba todas, pero él jugaba a que las rompiéramos.
Los movimientos de su mano se volvía impacientes. Le entendía: yo disfrutaba demasiado de llevarle al límite mientras él fingía que aquello le molestaba, cuando la realidad es que le encantaba que le diera excusas, le encantaba jugar al filo del acantilado. Tanto o más que a mí.
Notaba su respiración ligeramente más acelerada, su cálido vaho más cerca de mi cuerpo y su dedo bailar por el surco húmedo de mi carne, sobre mis bragas. Él iba a cobrárselas, estaba casi segura. Eso esperaba.
Los cristales empezaron a crepitar. La lluvia golpeaba primero despacio y en pocos segundos la tormenta estaba desatada. El ruido me robó un sentido. Ya no podía escuchar sus movimientos en la cama, el roce de las sábanas, su respiración. Para quién sabe escuchar la lluvia es como el mar, lo más parecido al silencio, un ruido mudo.
Su mano buscaba mi cara, su dedo húmedo encontró mi boca. Sabía y olía a fresa, me cogió de las mejillas suavemente y me dio a comer, estaba mordida, ya mojada y goteando.
¿Qué sabor tienen las fresas? ¿A qué sabe lo que comes? Somos solo animales en automático que engullimos azúcar de colores. Con él la inconsciencia estaba prohibida, había que centrarse, percibir, estar presente. Había que sentir, no dar por sentado que estabas vivo sino ser consciente de ello. Mastiqué aquella fresa, era un poco como él; ácida, carnosa, fresca y dulce.
Su mano se coló entre mis muslos y me agarró la cara interna con firmeza. Sentí su boca en piel. Me dejé llevar y pensando sin pensar se me escapó un te quiero. Su boca siguió en mi cuerpo, entregado a mí e ignorándome a la vez, el silencio largo e irreal, pero dolía, me clavo los dedos y las uñas en la cadera y me susurró al oído.
– Yo también te quiero tener.
No quería pensar en que significaba aquello, sabía qué tipo de relación real teníamos.
Desconectar de los pensamientos que se movían en círculos era fácil si te centrabas en el ruido de la lluvia, en el olor de los campos de fresa en primavera, en los fríos edificios de Gaudí en invierno. A veces esos pensamientos de baile circular volvían como si acabaran de darles cuerda, pensamiento fugaces mientras él se enterraba en mí y me mordía.
Pensamiento que me decía que sería la última vez, que no volvería a su cama, que no me enamoraría de él, en todas las veces que me había repetido aquello, mientras en mi cabeza resonaba un «te quiero tener»
