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El dibujante

Yo coleccionaba profesiones y él era dibujante abnegado de caricias eternas. Ya tenía escultores densos, pintores bohemios, alfareros fuertes, pero él era otra clase de artista… trazaba en mi piel todas las ganas que yo tenía de follarle, a veces apretaba demasiado, porque me conocía suficiente. No voy a negar que sus garras me gustaban más que sus dedos… aún más que cuando le sentía resbalar por mi espalda en caída libre, como una gota.

Dibujaba los vértices de mi oreja, se aferraba con las uñas en pinza al lóbulo y paseaba las yemas de sus dedos por el puente colgante desde allí hasta mi nuca.

Yo contenía gemidos y él ganas.

Odiaba a los hombres pacientes que me obligaban a parar el mundo, que me castigaban con su lentitud. Odiaba a la gente que era capaz de aguantarse, de reprimirse… esa clase de personas que siempre se guardaba lo que sentía para más tarde o para más nunca.

Habían cerrado la ciudad por festivo,  por descanso de un personal cansado de vivir, de ser, de estar, de tener miedo, de tomar ansiolíticos y sonreír en terrazas. No quedaba ruido fuera,  no a las 3 de la mañana de un martes de tortura…

Solo los cantos de sirenas buscando pescadores en Tinder o las ambulancias en busca de hospitales para corazones rotos o hígados castigados.

Y el aquí y ahora fue un problema traducido del desamor… fue el instante que recordé que yo no era capaz de gestionar las ganas de quererle tener contra las de amarle. Que las emociones subían y bajaban cada vez que él me miraba, que la presión se instaló como una losa sobre el pecho… mi corazón quería latir, sin poder con el peso de su mirada.

Fue un problema recordar que me había enamorado del pintor. Recordar, ya desnuda y vulnerable, que no sé gestionar entre las ganas de tenerle y las de que me ame como loco. Quedarme atrapada entre una espada y la pared que nunca se tocan, destrozarme bebiendo venenos lentos…

Me convencí de que el tiempo me daría el seguro por el siniestro, los rotos y los quizás. Respiré. Las farolas de la calle alumbraban el techo de aquel primero del que yo nunca recordaba la letra, se colaba por la cristalera del ventanal sin cortinas.

Esa luz tenue que le quitabas peso a la habitación eran las luces de niebla de aquellos dedos crueles que encontraban el punto exacto al final de mi espalda, que se paseaban allí sin pasar dos veces por el mismo sitio.

Él saltaba la línea que mi cuerpo dejaba en su cama,  danzaba de un lado al otro, intentando que pareciera casual su desnudez en mi espalda o su respiración en mi nuca, con la excusa de ganar un Guinness a la caricia más larga, resbalando cuesta abajo.

La caricia más larga del mundo, dibujada por un tatuador que podía recorrer el mismo camino mil veces. La caricia más larga del mundo, precuela de las ganas de quererle amar, que ya no debería tener y que, sin embargo, seguían ahí.

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