No, no hace frío… el frío no hace. Lo mismo que no hace sueño a las 3 de la mañana. Frío se tiene o se es. Frío como el que tenía yo, frío como eras tú.
Y aquello que se es o que se está no suele tener vara de medir, se puede estar triste, enamorado, cachondo, cansado, enfermo… y nunca igual que otra persona, aunque el adjetivo sea el mismo. Ni siquiera nosotros estamos igual de enamorados, sentimos el mismo frío, o estamos igual de cachondos, en iguales circunstancias días distintos, personas distintas, ciudades distintas…
Animales raros los humanos, quizás sea por eso que llaman raciocinio, quizás sensibilidad, alma o arrogancia. Quizás sean solo un defecto de ser humano. Pronto nos venderán algo para arreglar como somos, ahora que ya no rezamos para disculparnos como nos sentimos (o viceversa).
Siempre nos queda la duda de si otras personas sienten, cuando están con nosotros, lo mismo que nosotros con/hacia ellas. Esa es la duda que nos corroe continuamente, la mayor inseguridad. Sea alguien importante, alguien de Tinder o un polvo en una discoteca: nuestra única meta es no sentir más que el otro
Qué vulnerable la humanidad, llena de gente rota que quiere parecer entera. Gente que no quiere arreglarse los rotos o aceptarlos, solo demasiado ocupados en que otros no se den cuenta de que tienen pegados y fruncidos.
Y esto me lleva a aquella tarde, a aquella noche… Tren de vuelta a aquella vida que ya no tenemos aquellos que ya no existimos, aquellos de los que ya no hablan las canciones.
No importa las veces que me lo pregunte, mi fragilidad dice que no quiere saber cómo te sentiste tú esa noche. Mi fragilidad no quiere conocer las verdades que puedes sentir o las mentiras que puedes soltar. No les interesa si fui una más, un tiempo muerto, la que se escapó o un sueño. A mi fragilidad no le importa si querías más o si querías menos. No le preocupa no verte nunca más ni todo lo que robaste. No importa cuantas veces le pregunte, cuantas veces me lo pregunte; jamás encuentro respuesta, no en mí.